Las 10 principales quejas de los invitados a las bodas

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Las 10 principales quejas de los invitados a las bodas

Dicen que las bodas son “el día más feliz de tu vida”. Lo curioso es que esa frase nunca la pronuncia el invitado. Él, que se enfrenta al protocolo como quien entra a un campo de batalla: con traje incómodo, zapatos que parecen instrumentos de tortura medieval y una sonrisa diplomática que se cuartea tras el tercer escalón.

 

Porque, aunque nadie lo diga en voz alta frente a los novios, toda boda es un catálogo de pequeñas incomodidades cuidadosamente disimuladas bajo el barniz del amor eterno. Y precisamente ahí radica la gracia: el contraste entre la solemnidad del rito y la humanidad de quienes lo presencian, que al fin y al cabo, son criaturas de carne, hueso y quejas.

 

He aquí, con espíritu cronista y una pizca de mal humor, las diez quejas principales que se escuchan en los pasillos mentales de cualquier invitado.

 

  1. El traje como enemigo natural

 

La primera protesta surge antes incluso de llegar a la ceremonia: vestirse. Para el hombre, significa volver a descubrir que el traje comprado para la boda de su primo en 2017 ya no cierra como entonces. Para la mujer, el suplicio de un vestido que debe ser elegante pero “no demasiado” (porque la novia tiene la exclusiva de brillar). En ambos casos, el calzado es un campo minado: tacones que desafían la física, mocasines que aprietan como esposas.

 

Una boda es la única fiesta donde uno se arregla para sufrir.

 

  1. Los viajes imposibles

 

¿Quién no ha recibido la invitación a esa boda que se celebra en un remoto cortijo andaluz “con mucho encanto” … a dos horas del aeropuerto más cercano? O en un monasterio medieval al que Google Maps se niega a guiarte. El trayecto se convierte en peregrinación, con invitados arrastrando maletas entre carreteras secundarias y peajes, como modernos cruzados en busca del santo grial: el menú de la boda.

 

El amor une a dos personas, sí, pero divide a los invitados entre los que pueden llegar en taxi y los que deben organizar una expedición con brújula y cantimplora.

 

  1. El eterno retraso de la novia

 

Hay una ley no escrita: si la novia llega puntual, la boda pierde glamour. Así que todos esperan. Y esperan. Y esperan. Mientras el novio suda bajo el sol de mediodía, los invitados se abanican con el programa de la ceremonia. Media hora de retraso puede interpretarse como coquetería. Una hora ya es tortura china.

 

Curioso contraste: en la vida diaria, la impuntualidad es una falta de respeto; en una boda, es “tradición”.

 

  1. Ceremonias interminables

 

Una boda civil dura lo que una canción de Ed Sheeran. Una boda religiosa, en cambio, puede asemejarse a una maratón espiritual. Discursos, lecturas, cánticos… y siempre un sacerdote con vocación de orador motivacional. Los invitados comienzan entusiastas, pero pronto sus mentes se fugan: ¿cuándo servirá el vino? ¿habrá jamón ibérico o mortadela disfrazada de fiambre selecto?

 

La paradoja es deliciosa: mientras se celebra el “amor eterno”, los asistentes piensan en la comida inmediata.

 

  1. El cóctel como campo de batalla

 

Ah, el cóctel. Ese momento donde los invitados se abalanzan sobre bandejas de miniaturas culinarias tan vistosas como escasas. Una croqueta por aquí, un tartar microscópico por allá. El problema no es la calidad —que suele ser sublime— sino la cantidad. Para cazar un canapé hay que tener reflejos de felino y capacidad de conversación estratégica: hablar lo suficiente para disimular, pero no tanto como para perder la bandeja que pasa.

 

El cóctel es la selva. Solo sobreviven los más atentos.

 

  1. Las mesas del infortunio

 

Si la guerra moderna se libra en internet, la de las bodas se libra en el seating plan. Nadie queda indemne. Están los solteros condenados a la “mesa de los niños grandes”, los compañeros de trabajo que no se soportan pero deben compartir mantel, o la tía abuela que cuenta anécdotas desde 1958.

 

El reparto de mesas es un ajedrez imposible: siempre habrá alguien que piense que le ha tocado el peón más aburrido.

 

  1. El menú (demasiado o demasiado poco)

 

Aquí surge la contradicción más jugosa: a veces, el banquete es tan opulento que uno sale con la certeza de haber probado todos los animales de la creación. En otras ocasiones, el menú apuesta por la “cocina de autor”: tres guisantes con espuma de foie que parecen más una broma que un plato.

 

Sea por exceso o por defecto, el invitado siempre encuentra motivo para protestar. El hambre, al igual que el amor, nunca se sacia del todo.

 

  1. La barra libre como examen de resistencia

 

El baile comienza con entusiasmo: el vals, los clásicos de los 80, algún reguetón que avergüenza hasta al DJ. Luego llega la barra libre y con ella, la verdadera prueba de fe. Algunos invitados se transforman en bailarines profesionales, otros en filósofos de barra. Y siempre hay uno que acaba abrazando la lámpara como si fuera un viejo amigo.

 

Lo irónico es que la barra libre, concebida como clímax festivo, suele terminar siendo el inicio de los rumores más memorables.

 

  1. Los regalos encubiertos

 

Antaño bastaba con una vajilla o una plancha. Hoy la norma es el sobre con dinero, calculado con precisión quirúrgica: ¿cuánto cuesta el cubierto? ¿Y si somos dos? ¿Y si son primos lejanos? La matemática del regalo genera más angustia que un examen de álgebra.

 

El romanticismo se mide en euros, y la espontaneidad se oculta en una transferencia bancaria. Ironías del capitalismo nupcial.

 

  1. La resaca moral y física

 

Al día siguiente, mientras los novios se marchan de luna de miel a Bali, los invitados despiertan con una mezcla letal: dolor de pies, cartera vacía y fotos en el móvil que jamás deberían ver la luz. La boda termina, pero las quejas sobreviven como recuerdo imborrable.

 

La verdadera eternidad, parece, no es el amor de los recién casados, sino la resaca de los invitados.

 

Epílogo: la queja como ritual secreto

 

¿Por qué se quejan tanto los invitados? Porque la queja es, en el fondo, parte del rito. Es el contrapeso irónico al derroche romántico. Sin ellas, las bodas serían fiestas solemnes y perfectas, es decir, insoportables.

 

Al final, todos saben que volverán a otra boda, que se vestirán incómodos, que criticarán las mesas y que bailarán hasta el amanecer. Porque la queja es la sal del convite, y la memoria colectiva necesita tanto de los “sí, quiero” como de los “¡qué zapatos más incómodos!”.

 

En el fondo, quizá las bodas se parecen a la vida: un escenario donde la belleza convive con la incomodidad, y donde lo que recordamos con más cariño no son las perfecciones, sino las pequeñas imperfecciones compartidas.

4 Comments

  1. John marzo 19, 2014
    • Anthony marzo 19, 2014
  2. Mark marzo 19, 2014
  3. Steve marzo 19, 2014

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